CHOCOLATE BELGA. BRUSELAS, 2012



Hay varios motivos por los que merece la pena visitar Bélgica: sus abundantes bellezas naturales, la armónica arquitectura de los cascos viejos de sus ciudades, la acogedora actitud de sus gentes hacia los españoles y muy particularmente, su chocolate.

No es cosa, por supuesto, de establecer comparaciones odiosas entre los productos de repostería: en cualquier país del mundo, e incluso sin salir de las fronteras patrias, se pueden consumir auténticas joyas de ese dulce industria. Sin embargo, un servidor, enamorado y rendido amante del chocolate, puede dar fe de que el mejor que ha probado llegó a su paladar en Bélgica.

Allí, elevado a la categoría de arte, el chocolate se piensa, se proyecta y se elabora para dar satisfacción a los gustos más exigentes. Negro, blanco, con leche, combinado con licores o frutas, modelado en figuras inusuales, cincelado en geométricas proporciones y, por supuesto, envuelto con exquisita cortesía para la vista, el chocolate belga es uno de los matices del placer, con mayúsculas y en su más alta expresión.

Esta es una imagen del escaparate de una de sus numerosas chocolaterías, La Belgique Gourmande, en Bruselas. La luz acogedora, la decoración amable y la figura del maestro o del aprendiz chocolatero enfrascado en su tarea, invitaban a atravesar el umbral de ese parnaso de los golosos. En este caso, y por supuesto sin rehuir el ya merecidamente mencionado y contrastado aspecto visual, es la faceta gustativa la que se acomoda en la memoria como un deleitable fragmento de nostalgia.

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