ESCENARIO AUSTERO. PARÍS, 2009





Un discreto banco, situado entre plantas, al borde de un estrecho paseo en un jardín desapercibido... Probablemente algo a lo que no parece necesario rendir ningún tipo de homenaje. Sin embargo, si pensamos que quizá un tiempo antes de quedar plasmado en esta instantánea, alguien se sentó en él, pensó en otro alguien, quizá sonrió o se entristeció, sencillamente descansó de la ardua labor de existir... Quizá sí sea tiempo de tributarle siquiera una sencilla imagen, un texto escueto.

Los bancos públicos siempre han sido para mí un motivo para la toma de fotografías. No siempre por su apariencia estética, pues la inmensa mayoría han sido proyectados y fabricados con un talante más funcional que ornamental, aunque seguro que hay excepciones. Sin embargo, para un teorizante endémico como yo, sobre las superficies tangibles de este género de mobiliario urbano, sobre sus asientos, brazos y respaldos, queda un sedimento cuyas partículas son imposibles de separar o de observar ni siquiera a través del más pujante microscopio: partículas de añoranza, de felicidad, de confusión, de tristeza, de locura… Partículas del alma de quien se ha sentado en cualquiera de ellos, ya sea a ver pasar gente, a rumiar obsesiones, a desovillar prejuicios o a reescribir historias de auges y declives.

No lo sabremos nunca con exactitud, pero fueran quienes fuesen sus ocupantes, permanecieran escasos minutos o demasiadas horas, recordaran involuntariamente u olvidaran para siempre, este discreto banco del Jardin des Recollets, en París, pudo, quiso, supo constituirse, al menos para una persona, en el escenario de un íntimo fragmento de nostalgia.

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