PROMESA AUSTERA. JERUSALÉN, 2008.
En el año 70 d.C., las legiones del general Vespasiano destruyeron el Templo de Salomón, en Jerusalén, y se dice que dejaron en pie uno solo de los muros para que se constituyese, ante los ojos de los judíos, en el amargo recuerdo de su derrota (de ahí su nombre de Muro de las Lamentaciones); sin embargo, los vencidos atribuyeron a una promesa divina el que el muro quedase en pie, hecho que sellaba la alianza de Dios con el pueblo de Israel.
Durante dos mil años, los judíos han orado ante este muro, para ellos el lugar accesible más sagrado de la Tierra, debido a que la Explanada de las Mezquitas, espacio que consideran el más sagrado de todos, y donde se sitúa el sacrificio de Isaac, solo pueden acceder como visitantes y no para rezar. Para aquellos que hemos tenido la posibilidad de acceder a sus cercanías en calidad de forasteros, imbuidos de una curiosidad no exenta de respeto, el lugar es apasionante: el ir y venir de los creyentes judíos, su modo de orar, vehemente, variopinto y anacrónico a un tiempo, el trasiego de fieles y viajeros, y la cruenta historia que testimonia la áspera majestad del muro, conforman una atmósfera que incita a quienes vamos armados de nuestras vetustas (en mi caso) máquinas de criogenizar tiempos y espacios a descomedirnos y tratar de captar todo lo mudable y todo lo inmóvil, a fin de reanimarlo luego avivándolo con las sensaciones inasibles que traspasan el espíritu de cualquiera que se deje permear por el sentido humano de trascendencia, por sus monumentos religiosos y por los hondos armazones metafísicos erigidos como variados senderos espirituales por los que todos, o casi, transitamos en pos de las profundas verdades esenciales que dan sentido a nuestra vida.
Personalmente, disfrutar de la experiencia de contemplar y fotografiar cautelosamente esta grandiosa escena me supuso un inestimable e intemporal galardón que dio como fruto este místico fragmento de nostalgia.
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