JARDINES DE POSTAL. DÜSSELDORF, 2011
Como quien se ve extrañamente sumergido en un sueño, a las afueras de la ciudad de Düsseldorf me encontré, sin propuesta previa y desconocedor de su existencia, ante un paisaje cuya serenidad y belleza me cautivaron de tal modo, que no pude por menos que empuñar mi vieja Nikon D40 y tratar de captar, siquiera toscamente, su luz, sus colores y su proporción, dignas de un artista beneficiario de habilidades inefables. Declinaba el día y allí, en esa lejanía, aquellos árboles, tan equilibradas edificaciones, la radiante superficie del lago y un cielo que parecía prorrumpir en suaves amenazas invernales conformaban un lienzo natural cuya policromía parecía haber sido concertada con pinceladas de sabiduría, euritmia y belleza a partes iguales.
Me resultó imposible no sentirme atraído y apresado por tanta armonía. Al tiempo que el impulso de captarla con mi cámara se abría paso, otro envite contradictorio trataba de hacerse sitio en mi espíritu: parecía decirme que cesara en mi empeño, que abandonara todo propósito de encerrar tal lirismo en una vulgar imagen virtual, que dejara que esa tarde única muriese en su propia hermosura, que le permitiera entonar su canto de cisne aherrojada por las sombras del crepúsculo.
Sin embargo, pudo más mi natural egoísmo, mi necesidad de volver a contemplar aquel atardecer algún día, mi afán por recolectar memorias como si ello me concediera algún tipo de prórroga vital.
No me arrepiento en absoluto. Cada vistazo a esta instantánea, por fugaz que sea, me retrotrae a aquel ocaso precoz, a aquella tarde germánica, a ciertos sortilegios vespertinos que hicieron de un paisaje hallado por azar un pictórico fragmento de nostalgia.
Comentarios
Publicar un comentario