BULEVARES POSTREROS. NAMUR, 2012



Un ancestral proverbio afirma que "la cara es el espejo del alma". Nadie se atrevería a negar que cada rostro humano refleja aspectos de su interior como la serenidad o el desasosiego, o transmite, a través de la armonía o el desequilibrio de sus rasgos, impresiones estéticas o incluso consideraciones psicológicas.

A mí, en mis voluntarias disensiones, me gusta captar escenas en las que los sujetos se van alejando del objetivo de mi cámara. Instantáneas en las que no se aprecia rasgo facial alguno, en las que solo se les ve marchando hacia un punto distante, en las que no importa la expresión o las fisonomías. Propongo, a riesgo de resultar ilegible, una simbología peculiar que ambiciona atestiguar cómo a lo largo de nuestro ciclo terrenal, todos nos vamos alejando de algo: nos alejamos, ya al nacer, de la madre que nos albergó en la dulce cautividad de la gestación; luego nos distanciamos de la infancia para imbuirnos de juventud, más tarde de la juventud para someternos a la madurez, posteriormente de la madurez para entregarnos a la senectud; y al final, nos apartamos de la vida para disolvernos en lo desconocido o, si queremos, en lo absoluto. En nuestra penuria vital, damos cada paso cargados de añoranza de los tiempos pasados, aun sabedores de que no hay alternativa posible, y llevando un equipaje de incertidumbres imposibles de desvelar con nuestros sentidos.

En esta idea me inspiré al captar a estos dos venerables ancianos, paseando juntos por una calle de la ciudad de Namur, en Bélgica: me complació verlos tomados del brazo, quizá rememorando tiempos comunes de felicidad, de altibajos, de tristeza, pero compartidos, recorriendo en suave armonía tal vez sus últimos pasajes. Acaso, si pudiésemos mirar furtivamente en esa bolsa que lleva él en su mano derecha hallaríamos, entre otras mil cosas posibles, un añorante fragmento de nostalgia.

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