ESCENARIO GRIS. PARÍS, 2009

De entre las muchas y variadas maneras de ganarse el sustento, la música es, para aquel artista que cuenta no solo con su talento, sino con alguien o algo que haga despegar su carrera, una de las más exitosas y longevas. La fama, el reconocimiento, la proyección nacional e internacional, la gloria y la posteridad parecen estar garantizados para aquellos privilegiados que han logrado abrirse hueco en ese universo.

Unos escalones más abajo de esa engañosa pirámide están aquellos que, quizá habiendo vivido algunos instantes de efímera gloria, tiran de un talento en muchos casos no menos apreciable pero, por circunstancias desfavorables, se ven subordinados a destinar sus habilidades a un público reducido y poco proclive no solo a encumbrarlos, sino siquiera a escucharlos. Sus escenarios son una esquina, una terraza, un bar marginal quizá, y su cuenta bancaria reside no en un paraíso fiscal, sino, a lo sumo, en un raído sombrero o en un estuche mísero que está lejos de llenarse ni en los días más productivos. Es probable que lleguen a la recta final de sus vidas con la sensación de que su talento no ha sido aprovechado, pero al tiempo, ¿quién podría afirmar con absoluta certeza que no se han sentido libres y que no han sido felices haciendo algo que les complace y sin depender de un manager, de un agente o de una compañía discográfica?

Cuando tomé esta foto, en un rincón de París próximo a la Catedral de Nôtre Dame, me interrogué sobre cuál sería el caso de esta pareja, violinista él, acordeonista ella. No cometí la osadía de preguntarles, debido tanto a mi sensación de intrusismo como a mis dudosos conocimientos del idioma, pero sí me atreví a intentar inmortalizarlos, detenerlos en el tiempo, enaltecerlos acaso como un melancólico fragmento de nostalgia.

Comentarios

Entradas populares