JAQUE A LA VIDA. MADEIRA, 2011.

Vivir. Un hecho que nos atañe a todos pero que pocos, o quizá nadie, puede o sabe definir. Entre las de quien opina que es un hecho fruto de la más dispersa casualidad y aquellas que afirman irreductiblemente la acción de un arquitecto omnímodo, abundan las concepciones de toda índole, aventuradas muchas, desquiciadas algunas y respetables… casi todas.

Yo, como es lógico, también tengo mi propia opinión, que no voy a verter aquí, para regocijo de mis visitantes y (o) lectores. Sin embargo, sí que puedo decir de nuevo, sin perjuicio de mi prestigio, que considero que a lo largo de la vida, nos vamos alejando siempre, imparable y paulatinamente, de todo. Ya al nacer nos alejamos del seno materno que nos albergó durante nueve meses. En la niñez, conforme vamos creciendo, y a pesar del amparo de nuestros ascendientes, nos vamos alejando de ellos, y al tomar presuntamente las riendas de nuestra trayectoria vital, nos seguimos distanciando cada vez más: de la adolescencia, de la juventud, de la madurez –y de todo lo que comporta cada época- y, al llegar a nuestra vejez, con el mismo impulso que traíamos, algo debilitado por los años, nos vamos separando de la vida.

Es muy probable que nos aferremos, sobre todo en esta etapa, a recuerdos, sensaciones, personas, etc., pero es inevitable que un día demos el último paso y nos eclipsemos definitivamente. Esta imagen que tomé en Madeira quiere reflejar esa sensación de continua deserción. Amén de la insalvable perplejidad que supone ese instante en que se baja el telón, quise mostrar que no hay antídotos ni barreras contra el adiós, auxiliándome de la imagen entrevista de la inamovible señal de stop y la del digno anciano, que la sobrepasa solemne y calladamente en este lánguido fragmento de nostalgia.

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