EL MURO DE LAS MUÑECAS. ROMA, 2017
Una foto extraña, triste, alarmante. El contraste entre la alegría que se supone aporta un juguete y el desolador significado de estos que aparecen en la imagen. Se trata del llamado "Muro de las muñecas", en este caso situado en una calle de Roma. Trata de denunciar la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres.
En Italia, según las informaciones consultadas en internet, la incidencia de este tipo de crímenes supera a los cometidos por la mafia y por grupos terroristas en diferentes épocas. No me considero facultado para discernir si es acertado este simbolismo o no, pero sí, en cambio, creo que es quizá más terrible que nunca que suceda esto, en pleno siglo XXI y en un mundo que llamamos "civilizado" y que muchos se empeñan en considerar como modélico para otras culturas a las que consideramos atrasadas en su evolución.
Desgraciadamente, con este, como con tantos otros problemas que aquejan a la sociedad occidental actual, tanto quienes llevan las riendas políticas como los ciudadanos de a pie -aquellos por indiferencia o por interés propio, y estos por desconocimiento o conformismo-, nos quedamos en los síntomas y obviamos que esta y otras desdichas tienen una etiología más profunda, y que uno de los pilares de ese origen es la absoluta ruina social, mental y espiritual -integral, en una palabra- a la que se ve sometida la humanidad desde hace ya excesivo tiempo, con la insoslayable colaboración de los medios de comunicación, instrumentos que, bajo la apariencia de proporcionar mayor libertad de opinión, capacidad de decisión y diversidad de elección, se erigen en armas presuntamente incruentas de destrucción masiva de todo lo esencial, en arquitectos de una nueva y engañosamente deslumbrante escala de valores; una ruina que no obedece a causas económicas, como pretenden hacernos creer, sino a razones de la ruptura con la verdadera naturaleza del ser humano, al alejamiento de las fuentes primigenias de sabiduría, a la quiebra orquestada de los valores trascendentales, carencias estas que llevan a una orfandad como acaso nunca hubo antes, y que crece de modo exponencial, como un virus inexorable, hasta límites que quizá no sospechamos siquiera.
No quise resignarme, a pesar de la desolación que me inspiraba, a eludir mi responsabilidad al menos en la ínfima parte que puede tocarme en suerte, y capturé esta escena para que al menos quedase como un fragmento deplorable de mi vana nostalgia de una imprescindible serenidad sustancial, una nostalgia que es, más que eso, una necesidad de retorno, de introspección, de pausado filtro de todo aquello que constituye nuestra visión del mundo, criba que atañe a todos y a cada uno aunque no sepamos o no podamos reconocerlo.
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