REENCUENTRO. BRUSELAS, 2012.


Para un amante de la literatura como yo, el cómic podría parecer un universo paralelo al de los libros y al tiempo, ajeno, menos trascendente quizá, más alejado acaso de lo que algunos llaman "La Gran Literatura" (las mayúsculas son de mi cosecha). No obstante, yo reconozco con orgullo, con añoranza, que los cómics fueron una parte importante de mi aprendizaje y disfrute infantil y adolescente y que lo siguen siendo, quizá en menor medida, hoy día. Mi padre me los compraba semanalmente y mi madre, incluso sabiendo yo leer ya a mis tres añitos, me los leía con esa paciencia y dedicación que solo una madre puede brindar. Yo disfrutaba de esas lecturas como nunca podré volver a hacerlo. Ellos, mis padres y esos cómics, tienen la bendita culpa de que yo me haya consagrado a la profesión (dicho desde la óptica y el profundo significado del verbo "profesar") de la escritura.

De pequeño, en mi casa abundaban el "TBO", el "Pulgarcito", el "DDT" o el "Tiovivo", con aquellos personajes inimitables de los grandes ilustradores de la época: Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Carpanta, Pepe Gotera y Otilio, El botones Sacarino... La risa estaba garantizada. Más tarde, "El Capitán Trueno", "El Corsario de Hierro" y "El Jabato", además de otros como Tex o Zagor, poblaron de aventuras y peripecias internacionales mis tardes y las de mi hermano. No le hacíamos ascos, tampoco, a "El Guerrero del antifaz", a "Roberto Alcázar y Pedrín" o a "El Sheriff King". En definitiva, crecimos ambos con aquellas, obras llamadas aquellos tiempos lejanos "Tebeos", un sustantivo muy español que desgraciadamente se ha perdido en beneficio del anglicismo.

Ya un poco más creciditos ambos, entraron en nuestras vidas otros personajes que no desmerecían en absoluto a los primeros: uno de ellos fue un periodista extranjero (como Tintín, otro periodista que nos permitió acompañarlo en sus incontables aventuras a lo largo y ancho de todo el planeta) que se movía por París y aledaños con una contundencia y un desparpajo inigualables para desentrañar misterios diversos: Ric Hochet. Se enfrentaba tanto a un hombre lobo como a una banda de atracadores con igual valentía, y desenmascaraba a un supuesto vampiro o a un pretencioso  espadachín con la habilidad de un detective y la perseverancia de un sabueso. Su campo de batalla era principalmente París, pero su origen rebasaba fronteras: André Paul Duchâteu (belga) como guionista y Gilbert Gascard, "Tibet" (francés) como dibujante eran sus creadores.

Sus aventuras eran deslumbrantes: nos transportaban a lugares lluviosos, a entornos sombríos, a ciudades enigmáticas que ni siquiera sospechábamos que algún día visitaríamos, como París o Bruselas, nos mantenían en tensión en tardes que hoy resultan irrecuperables, pero que permanecen en la memoria de ambos, y que no nos abandonarán salvo por razones ajenas a nuestra querencia. Ric Hochet fue uno de nuestros héroes, sin duda.

Ya de mayor, cuando tuve ocasión de visitar la capital belga por primera vez, en 2012, y pude encontrar este magnífico, precioso mural en una de sus calles, la sensación que me invadió me hizo saber que Ric Hochet seguía presente a pesar de los años transcurridos. Supe que ese reencuentro con tan singular periodista-investigador merecía ser inmortalizado en esta imagen como un gráfico y evocador fragmento de nostalgia.

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