MI VIEJO FÚTBOL. LAS PALMAS DE GRAN CANARIA, 1981.
Hablo siempre, en las líneas de este blog, de nostalgias. De mis nostalgias. Cuando pienso en este concepto, entiendo que, si bien se lo podría definir de manera genérica, como la que encontramos en las doctas páginas del DRAE, en este mundo sobrepoblado debe de haber tantas ideas particulares de lo que es la nostalgia como nostálgicos haya.
Si a mí me lo pidieran de improviso quizá se me ocurriría aventurar, sin entregarme a reflexiones sesudas, que la nostalgia es una especie de apetencia por regresar a eventos y escenarios vitales ya transitados, gratamente borrosos y ornamentados con el lustre indulgente de la memoria.
Hoy he recurrido, una vez más, a una foto familiar como excusa para incursionar en esta tribuna que yo mismo he erigido, postulándome como el gran exégeta de la añoranza. En todo caso, como solamente pretendo interpretar la mía, considero que no estoy cometiendo ningún desmán: nadie está obligado a leerme. Se trata, basta de digresiones, de una fotografía tomada en 1981, en la que aparecemos, de pie y de izquierda a derecha, mi primo Pablo Torres y yo; agachados, mi hermano, Orlando Cabrera, sentado en el balón, y mi primo Manolo Moreno. ¿Por qué esta imagen? Pues porque una de mis nostalgias actuales, por lo que tenía de gozo compartido, de contexto épico y de ilusión desmedida, reside en el fútbol de aquellos tiempos.
Por aquellas fechas, junto a unos compañeros de clase, mis dos primos y algunos otros que se añadieron, habíamos “fundado” un equipo de fútbol sala, un deporte que había sido introducido en España apenas nueve años atrás, en 1972. Allá por los años finales de la década de los 70, mi hermano y yo habíamos descubierto esta versión reducida del fútbol de toda la vida a través de un programa televisivo de la primera cadena (la única que había en aquellos años en Canarias, pues la 2 de TVE llegó al archipiélago en pleno Mundial ’82), llamado “Los niños no sois tan niños”, en el que había un apartado donde se jugaba, a lo largo de unos meses, un campeonato de ese deporte en categorías escolares infanto-juveniles (nunca he sabido delimitar las categorías deportivas por años de edad de los jugadores). No se me olvida que allí descubrimos a Miguel Pardeza, jugador de estilo “ratonil”, como se decía antes, y de gran habilidad que luego jugó como profesional en el Real Madrid y en el Real Zaragoza (hablo de memoria). Pues bien, quizá impulsados por ese programa que seguíamos con fidelidad y por la menor dificultad que requería reunir para tal fin una plantilla de solo siete u ocho jugadores, fundamos el TSV 1980, nombre no muy afortunado y que sacamos, por similitud de cifras, del equipo alemán TSV Múnich 1860. El uniforme de este equipo era de color azul, pero nosotros, en esos años en los que internet era ciencia ficción, solo habíamos visto fotos en blanco y negro y creo que dedujimos que, dado que el otro equipo de Múnich, el Bayern, vestía de rojo, era probable que este hiciera lo mismo. Así que nos fuimos a una tienda que se llamaba “Camisetas Hilario”, en La Isleta, y nos compramos las nuestras, rojas y de no muy alta calidad textil. Allí mismo nos imprimieron los dorsales: Con el 2, Pablo Cabrera; con el 3, Pablo Torres; con el 5, Manolo Moreno, y con el 9, Orlando Cabrera. Toda una pléyade de ilusionados y vocacionales futbolistas y futboleros. Nos íbamos a jugar los sábados por la tarde a las canchas del colegio de los Salesianos, en la calle León y Castillo, sin quedar con nadie que no fueran nuestros jugadores, a enfrentarnos con cualquiera que quisiera jugar contra nosotros.
Allí descubrí que se me seguía dando relativamente bien marcar goles, que mi primo Pablo era una especie de Goyo Benito sin bigote y que mi primo Manolo era un portero de categoría. Las innegables habilidades de mi hermano no pudimos descubrirlas hasta más tarde, ya que él solo tenía 12 años y yo, siempre vocacional guardián suyo, no quería que jugara contra aquella caterva de adolescentes inescrupulosos. A pesar de ello, él también tuvo su camiseta con el número 9 a las espalda, (el mismo que llevaba su ídolo de entonces, el delantero argentino Carlos Manuel Morete, quien jugó en la UD Las Palmas durante 5 temporadas, de 1975 a 1980 y marcó 99 goles), e incluso diseñó a mano, con la habilidad para el dibujo que siempre lo ha caracterizado, algunos escudos representativos del equipo y que se quedaron en formato papel, sin llegar a adherirse a las zamarras. Dicho sea de paso, con don Carlos Morete y con su hijo Omar mantenemos mi hermano y yo en la actualidad una correspondencia amistosa afianzada en los medios tecnológicos actuales.
El TSV 1980 duró unos meses. Más, incluso, de lo previsible, dado el exiguo vínculo que nos unía a los “Fab Four” con el resto de la nómina. Nosotros cuatro éramos los únicos que llevábamos con orgullo aquel escueto uniforme. Los demás, por intereses o desintereses personales, fueron apartándose de aquella actividad lúdica y deportiva semanal y al final optamos por reunirnos mi primo Manolo, mi hermano y yo para ir a jugar por nuestra cuenta a otras canchas, sin otros vínculos que los de la sangre y los de una amistad que aún perdura hoy día.
El fútbol, en fin. Mi viejo fútbol. Aquel fútbol en el que los estadios eran templos y los jugadores, dioses bajados a la tierra para cumplir con una liturgia cuyo altar eran las redes y cuya ofrenda tenía forma esférica. Aquel fútbol que nos permitió disfrutar, siquiera por televisión, de las habilidades de grandes de la UD Las Palmas y de otros equipos: de Franz Beckenbauer y de Germán Dévora, de Johann Cruyff y de Mario Kempes, de José Ángel Iríbar y de Jesús Satrústegui, de Michel Platini y de Diego Maradona, y de parejas famosas de hermanos como los Castro (Enrique y Jesús), los van de Kerkhof (Willy y René) o los Kremers (Erwin y Helmut). Aquel fútbol del que de más jóvenes esperábamos ser parte integrante un día, desconocedores de la quimérica serie de causas y efectos que deben concurrir para que algo así suceda. Aquel viejo fútbol que hoy, mediante esta instantánea tomada por mi madre, ocasional fotógrafa, e involuntaria inmortalizadora de sueños, se incorpora a este estrado virtual como un heroico fragmento de nostalgia.
Nota de septiembre de 2023: El tiempo nos desvinculó, el fútbol dejó de servir de excusa para reunirnos y la muerte nos desgajó. Sirva esta imagen como homenaje póstumo a mi primo, Pablo Torres Vega, que falleció en accidente de tráfico en junio del presente año. Descanse en paz.
No me cansaré nunca de decírtelo: ¡escribes taaaan bien! Leerte es un absoluto placer. Me ha encantado. ¡Abrazos!
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