LA FUERZA DE LA NAVIDAD. LAS PALMAS DE GRAN CANARIA, 1968.

 

 

Hace unos días redacté y colgué en Facebook, seguramente presa de ese vano afán de notoriedad que parecen imprimir en nuestro fuero interno las llamadas "redes sociales", una especie de texto reivindicativo sobre el significado de estas fiestas entrañables que, cercano el cuarto domingo de Adviento, enfilan ya su día grande: el 25 de diciembre, día de Navidad.

 

En ese texto me propuse establecer diferencias entre el concepto de navidad mundano, desprovisto de significado espiritual, puramente orientado al consumismo más atroz y que exacerba en muchos de nosotros, pobres figurantes en esta magna obra que es la vida, una especie de competitividad cimentada en la ostentación y la superficialidad, por una parte, y la noción de Navidad, con mayúscula, enraizada en la conmemoración del nacimiento de Jesús, maestro espiritual cuyo mensaje, aunque no sea el único y aunque a muchos les pese, ha tenido y sigue teniendo grande influencia no solo en la religiosidad individual o colectiva, sino en otros varios aspectos de la sociedad actual, como el derecho, la política o la filosofía.

 

Sin embargo, y aunque este otro texto que escribo ahora va a titularse también "La fuerza de la Navidad", son distintos los pormenores que voy a tocar. No me ceñiré a la fuerza intrínseca de la celebración de la figura de Cristo, sino a esa otra fuerza que, como habitante de la nostalgia, rememoro como impulso feliz de épocas pasadas y sedimento de las actuales.

 

Rebusqué, para ilustrar mi proyecto, entre fotos digitalizadas en mi ordenador y encontré esta imagen que data de 1968, año de nacimiento de mi hermano, Orlando, que aparece junto a mis padres y a mí y al Rey Melchor en la vieja instantánea.

 

La belleza, la pureza y la inocencia de aquellas viejas Navidades de la infancia me parecen hoy en día incomparables e insuperables. Íbamos, con mis padres, a ver el Belén del Parque de San Telmo, pasábamos la Nochebuena y la Nochevieja en casa de mis abuelos, que vivían su pacífica madurez, con mis tíos, tan jóvenes, con mis primos, niños igual que nosotros. Y el 6 de enero, ese día tan especial, venían los Reyes Magos y nos traían un regalo, a lo sumo dos: indios y vaqueros, una bicicleta, caballos de cartón, motocicletas a escala que saltaban alocadamente una rampa, muñecos aventureros articulados, en fin, cada año algo que nos hacía pasar a mi hermano y a mí largos ratos de gozo en nuestros juegos compartidos.

 

Ahora, más de cincuenta años después, de quienes estaban en esa foto solo quedamos mi hermano y yo (y doy gracias a Dios por ello), pero ya partieron mis padres, también mis abuelos, algunos de mis tíos y primos tampoco están entre nosotros, y seguro que ese Rey Melchor que tanto nos fascinó (a mí al menos, porque mi hermano era muy pequeño aún) también siguió su senda hacia las moradas que nos aguardan en otro estadio de vida. Se han incorporado nuevas vidas que han traído mucha alegría y no pocos desvelos y preocupaciones, y muchos de los actores de aquellas humildes historias aún estamos por aquí, cumpliendo nuestros papeles lo mejor que sabemos.

 

Esa era la fuerza de la Navidad. La familia, con sus altibajos y desencuentros, la candidez de aquella infancia, "Qui se dépose sur nos rides / Pour faire de nous de vieux enfants" (que se deposita sobre nuestras arrugas para hacer de nosotros viejos niños, según escribió acertadamente Jacques Brel), la bondad  y la feliz inconsciencia de aquella infancia que no quisiera olvidar aunque el tiempo la maquille o la magulle inexorablemente...

 

Esa es mi fuerza de la Navidad, esa memoria de tiempos idos que desde esta atalaya de mi propia madurez se avistan inmaculadamente hermosos, ese sustrato vital que me concede la posibilidad de sumergirme hoy en una mezcla sutil de emociones viejas y nuevas, que me faculta para aferrarme a todo lo bueno que la vida me ha concedido, en aquel tiempo y en este, y agradecer que llegue una nueva Navidad en la que evocar y santificar las anteriores y en la que esperar que la vida y ese Dios que tanto anhelo y que tanto desconozco nos otorgue, a mí y a todos mis seres queridos, la oportunidad de algunos diciembres más con la misma fuerza evocadora y con algo más de sabiduría para comprender y para aceptar las presentes y las venideras nostalgias.

 

Feliz Navidad.

 

 

Comentarios

  1. Qué divinidad, Pablo. Cómo me has transportado a la Navidad de mi infancia, a la ilusión que tenía entonces, no sólo por la llegada de los Reyes Magos, sino porque la familia se reunía, primos, tíos, abuelos... Había un ambiente muy distinto en las calles, y se vivían las fiestas de un modo más profundo. Muy acertada tu entrada. Abrazos

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    1. Así es, Saray. Eran instantes que se vivían de un modo muy profundo, quizá por la inocencia de la que hacíamos gala, y que se quedan en el corazón mucho tiempo, acaso para toda la vida.

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