AROMAS DE UN TIEMPO IDO. LAS PALMAS DE GRAN CANARIA, DICIEMBRE DE 2021.



Con el paso de los años, no sé si lo habrán notado, nuestra percepción del tiempo parece modificarse. Desconozco, con total sinceridad, si existe una explicación racional para esto. Yo, además de mi testimonio, discutible pero verídico, cuento solamente con los de numerosas personas solidarias que, amén de reiterarse conmigo en los consabidos y compartidos “cómo pasa el tiempo”, “parece que fue ayer” o “el tiempo pasa volando”, manifiestan persuadidos su impresión de que a ciertas alturas –u honduras- de la vida, los días son menos días, las horas menos horas, los instantes, menos instantes.

Yo puedo aportar a esta premisa, falta a sabiendas de cualquier rigor salvo aquel, levísimo, que le tributan las sensaciones ajenas y la emoción propia, tres ejemplos personales; los tres aspiran, si no a demostrar, sí a exponer, si no cómo, al menos cuándo, el tiempo, medido en las hojas de los primeros almanaques de la vida, tomaba un cariz de grata lentitud del que carece hoy día, en los calendarios del presente, en los que adopta un gesto de celeridad que lo hace cuasi irreconocible.

La primera de estas muestras está cimentada en aquellas espaciosas noches de lectura que disfruté durante mi infancia, adolescencia y parte de mi juventud. Eran horas dilatadas, espléndidas, horas de madrugada de viernes y de sábados redimidas del pesado lastre del subsiguiente madrugón vespertino, horas noctámbulas en las que transité por mares procelosos, ríos agitados, praderas inmensas o montañas inaccesibles en la literaria compañía de héroes abnegados y villanos impíos cuyo único fin era darlo todo por el motivo más elevado o más abyecto, ya fuesen la gloria, la fama, el amor, la riqueza, el poder o la libertad. Tiempo de luces y de sombras, como todo tiempo, pero en el que un inefable amor a la vida y un no menos inenarrable sentimiento de pertenencia a un núcleo humano sólido, la familia -en este caso mis padres y de un modo particular mi hermano, con quien compartía vigilias y lecturas-, concedían a la existencia un marco para el cotidiano regocijo, el gozo sencillo, el deleite duradero de los sentidos y del espíritu; un sentimiento / antídoto que pacificaba las irremediables extrañezas de toda existencia humana –o de la mía, al menos- presidida por un cierto desasosiego vital inherente al alma sensible.

El segundo reside –valdría decir permanece, porque aunque esté fundado en memorias de memorias, ocupa un lugar preponderante y tierno en el anaquel de mis recapitulaciones-, si bien más lejano en el tiempo, no menos cerca en cuanto a importancia para esta teoría, más común de lo que parece, acerca de su disímil decurso en función de los años cumplidos. Se trata de aquellas viejas, lentas nochebuenas en casa de mis abuelos, en el barrio de La Isleta; un lugar mágico en ese momento que se convertía, para nuestros corazones infantiles de la época, en el paradigma de la Navidad. Yo no recuerdo -salvo si me concedo la más o menos involuntaria ornamentación de mis evocaciones- pesebres o árboles, luces o tarjetas, y ni siquiera una cena familiar alrededor de una mesa adornada como las que salen en anuncios y otras producciones televisivas, pero guardo en mi memoria el alegre trajín de mi abuelo en la cocina, preparando aquella carne de conejo que solo él parecía saber cocinar y cuyo sabor característico subsiste aún, como una suculenta reminiscencia, en algún inactivo y remoto recodo de mi materia gris; de mi abuela, que daba la impresión de no hacer nada pero mantenía todo bajo control; de mis tíos, tocando la guitarra, charlando, riendo, entonando canciones, cuidando en cierto modo de nosotros y, junto con mis padres, siendo sin saberlo los modelos y el ejemplo a tener en cuenta; y sobre todo, por razones de puntual y joven afinidad, de mis primos, quienes se enmarañaban con mi hermano y conmigo en risas, juegos y complicidades -y alguna pueril disputa, por qué no decirlo- que, terminaron, tiempo ha, por difuminarse casi por entero ceñidas por la evolución natural de las costumbres, los intereses y las adversidades de cada uno de nosotros. Entre aquellas diversiones, la noche no parecía terminar, y cuando regresábamos a nuestra casa, ya muy avanzada la madrugada, y en esto creo coincidir con mi hermano, lo hacíamos imbuidos de una especie de serenidad placentera y de una sensación de haber vivido otra suerte de vida dentro de la vida.

Y el tercero, y no precisamente el menos importante, descansa pacífica y nostálgicamente en aquellos espaciosos diciembres -y digo diciembres porque aquella luz mensual, su alegría y su paz trascendían las fechas precisas de Nochebuena y Navidad, Año Nuevo o Reyes-, en los que en especial mi padre, con el comprensivo beneplácito de mi madre, que se ocupaba con su alado y maternal sigilo de otros quehaceres asimismo necesarios, hacía gala de toda la jovialidad y el buen hacer que irradió toda su vida, y se disponía, provisto de un entusiasmo que ahora me parece que yo no acertaba a entender del todo, pero que me encantaba compartir, a llenar de luces y de decoraciones el salón de nuestra casa, otorgándole a la Navidad una categoría de sincera, risueña e íntima celebración. Allí, desde primeros de mes, sí que aparecían ya belenes extensos, elaborados y estructurados con el mayor detalle posible, humildes y hermosos, con sus escenas escalonadas con todo el cariño del que éramos capaces. Recuerdo en especial y espero no olvidar nunca aquella noche, ya rondando mi padre unos enérgicos noventa años de edad, en la que con la ayuda inestimable de mi hermano, se disfrazó de Papá Noel, con su saco de regalos y todo; un instante que, gracias a Dios, pudimos inmortalizar –nunca mejor dicho, dada la inexcusable potestad de la muerte- merced a una cámara Polaroid que es hoy día toda una reliquia, tal y como lo son ya para siempre las sensaciones generosas, los júbilos abundantes y los fulgores espléndidos de aquella época.

Tres etapas de mi itinerario, en fin, que sé compartidos a gran o pequeña escala con personas de mi actual entorno familiar, con independencia de cómo cada cual acierte a gestionar sus respectivas añoranzas o abstracciones. Tres periodos existenciales en los que el tiempo parecía cundir, semejaba acogernos, dar más de lo que pedía… O tal vez simulaba servir para algo más que para acercarnos a la disolución, esperable y necesaria, de nuestros atavíos terrenales.

Cómo pasa, en fin, la vida. Y aunque parece que fue ayer y el tiempo pasa volando, son muchos y muy diversos sus vaivenes. Ya no están la mayoría de los protagonistas de esas vitales, vivificantes y vívidas representaciones, han cambiado o han desaparecido también los escenarios, el atrezo e incluso los espectadores, y a su paso memorable han dejado demasiadas ausencias, numerosas efemérides y algunas amnesias. Por suerte, otros actores se han incorporado felizmente al elenco de la vida para ayudarnos a transitarla con cierta bonanza.

Concluyo esta modesta reflexión mía compartiendo un axioma que escribió muy acertadamente el poeta británico Edward Thomas: “El pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce”. Yo me permito suscribir de un modo absoluto esa sentencia, y me atrevo a afirmar, en este tiempo escueto en el que a muchos el futuro se nos adelgaza (1) y tenemos, muy a pesar de nosotros mismos, todo el pasado por delante (2), que es ahora cuando resulta más dulce aún, si cabe, esa fragancia que aflora desde las raíces de un tiempo pretérito y fundacional; un tiempo lejano que duró, si hacemos el esfuerzo de contemplarlo con cierto desapego y con algo de sentido común, simplemente lo que había de durar, ni más ni menos, pero un tiempo que condescendió. sin embargo, a ataviarse y ataviarnos con sus mejores galas con la garantía de que un día, inmersos en nuestros otoños particulares y parafraseando al poeta mexicano Amado Nervo, podríamos articular calladamente versos como estos: “Amé, fui amado, el sol / acarició mi faz. / ¡Vida, nada me debes! / ¡Vida, estamos en paz!”.

(1) Cita del poeta español Ángel González.

(2) Cita del escritor argentino Jorge Luis Borges.

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