EL CUBIL DEL DRUIDA. BARCELONA, 2020.
Cuando alguien entra en una farmacia va buscando un remedio a algún mal. Ya sea que se necesite comprar preservativos, píldoras para dormir o jarabe para la tos, siempre se busca la mejoría de algo que es susceptible de mejora. Al traspasar el umbral, es como si se diera un valeroso paso adelante para dejar de sufrir.
Hoy, las farmacias han pasado a ser, de una manera no evitada y lamentable, el vaciadero de numerosas multinacionales de la química comercial que buscan a toda costa vender sus productos, a veces al precio de hacernos creer que estamos enfermos sin que lo estemos. Hay medicamentos para todo: sustancias para inducir al sueño, artículos para optimizar las relaciones íntimas, extractos que pretenden detener el tiempo, etc. Salvo en ocasiones muy inusuales, el farmacéutico es una persona con conocimientos más o menos profundos de lo que vende, que se limita a aprovisionarte de lo que un médico te ha prescrito de una forma genérica, sin haberse molestado en estudiar el caso particular de tu particular organismo.
Yo imagino que en tiempos pretéritos, el farmacéutico era una especie de druida. Capaz de preparar pociones mágicas, triacas efectivas y esencias poderosas, tendría entre sus virtudes la del consejo sincero, la del gesto fraternal, la del esfuerzo desprendido. Esas cualidades que hoy, por desgracia, se echan tanto de menos a causa de una educación, fomentada y consentida desde las altas esferas políticas y sociales, que desprecia la necesidad del sentido común para afrontar tanto el día a día como las contingencias más extraordinarias, en bien de una superficialidad general que beneficia, sobre todo, a los que llevan las riendas y anula la capacidad de una respuesta ponderada a sus víctimas. Y para esto no hay brebaje que valga.
Quizá por eso, al dejar volar mi imaginación en esta esquina de Barcelona, me pareció como si la fachada de esta vieja farmacia, invadida en su interior por el consumismo terapéutico y en su exterior por la carencia de ese sentido común tan imprescindible, traducida en absurdas pintadas que hablan a las claras de la estulticia de sus autores, fuera como un canto de cisne en honor a esos tiempos en que, aunque se supiera menos que ahora, lo que se conocía se transmitía con generosidad, sin el consumismo como referencia.
Acaso esa simple idealización, para mis ojos acostumbrados a ver como el mundo empeora, fue lo que volvió a ese vetusto frontis en un brevemente catártico fragmento de nostalgia.
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