CHEERS, SIR ARTHUR. EDIMBURGO, 2019
Es bien sabido que con el transcurso del tiempo, todo lo acontecido a lo largo de la historia de la humanidad es susceptible de ser tergiversado, alterado, deformado, enredado, repintado, deconstruido y hasta reformulado a conveniencia de las corrientes de pensamiento imperantes, impuestas desde la alta cima de la política y sus lacayos, los medios de comunicación. Sucede incluso con las biografías, cuya singularidad las lleva a ser fácil presa de ornamentos, bien ideados por sus protagonistas, por sus contemporáneos o por sus amanuenses.
En el caso de Sir Arthur Ignatius Conan Doyle, escritor escocés bien conocido en todo el mundo, la inmensa mayoría de sus admiradores y/o pendolistas coincide sin embargo en afirmar que se vio desbordado por su personaje más carismático, Sherlock Holmes, hasta el punto de que recibió salvajes críticas (incluso de su señora madre, quien le reprochó tal homicidio literario) por su decisión de hacerlo pasar a mejor vida en las cataratas helvéticas de Reichenbach (véase "El problema final"), a manos de su principal adversario, el Doctor Moriarty.
Tanto ha eclipsado el personaje a su autor, que la mayoría de la gente desconoce probablemente que Sir Arthur Conan Doyle no solo ideó otros personajes y escribió otras historias completamente ajenas al género policial, sino incluso que era médico, que participó en la Guerra de los Boers (en retaguardia debido a su edad) o que en el ocaso de su vida se interesó por el espiritismo tras perder a su hijo en la I Guerra Mundial.
Admirador como soy de su obra en general y reconociendo que son Holmes y su inseparable Watson sus descendientes literarios más cercanos a mi entusiasmo, no pude, durante mi estancia en tierras escocesas en el pasado mayo, resistir la tentación de visitar la ciudad natal del Dr. Doyle, Edimburgo, en busca de la calle donde nació y de la estatua de su memorable detective, una de las atracciones irrenunciables (aunque Edimburgo es irrenunciable en sí misma) para los adeptos a este personaje y a este género literario. Para mi desgracia, el monumento había sido retirado por razones provisionales de índole urbanística, léase obras, pero sí tuve la dicha de encontrar este pub, situado en la esquina de York Place con Picardy Place. Fue en esta última calle donde vino al mundo el escritor, aunque su casa natal ya no existe. Sentí que no podía irme de la ciudad sin haber tornado la fachada, presidida por la efigie del autor, en un típico, tópico y sobre todo literario fragmento de nostalgia.
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