SERENIDAD. MILNGAVIE, 2019.


Sobre el libro dijo Jorge Luis Borges: “[...] el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación". Durante mi reciente viaje por tierras de Escocia, pude captar entre otras, esta escena: un anciano, de avanzada edad, al pie de un bello y calmado estanque, rodeado de frondosa y serena naturaleza, sentado en un banco solitario y sumergido en la lectura de un libro.

Nunca sabré cuáles fueron o son, si vive aún después de estos meses (la foto fue tomada en mayo), sus andanzas y correrías por esta vida, cuáles su fracasos y sus éxitos, cuáles sus incertidumbres y sus firmezas. Sin embargo, sé que vivió muchas: todas aquellas que los libros que leyó le brindaron.

Acaso la lectura sea la única manera de vivir más de una existencia, porque un libro, al ser abierto (lo cual implica voluntad y anuencia a partes iguales por parte del lector y del autor), entra en una dinámica de recíproco enriquecimiento con quien lo abre. Borges dijo también que "El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría".

Yo me jactaré, también como Borges, no de los libros que he escrito (escasos, dicho sea de paso), sino de los que he leído. Ellos me han proporcionado una clase de felicidad que es imposible de encontrar en otros objetos o en otros sujetos. A través de los libros he compartido la épica de los aventureros, la lírica de los eternos aspirantes a hombres de acción, la ternura de los gestos más generosos y la dureza de los actos más abyectos. Y durante ese tiempo, muchas veces y por muchas razones interrumpido, en que el libro ha estado en mis manos y ante mis ojos, he vivido esas acciones y he interiorizado esas palabras de un modo que he podido fácilmente confundir el universo del libro con la esfera del sueño o con este mundo que percibimos y que llamamos realidad.

En esta imagen brilla la vida en dos de sus facetas, no menos real una que la otra, como los dos rostros del dios Jano, tornando aquella tarde en Milngavie en sereno fragmento de nostalgia.


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