PERFIL. COYOACÁN, 2019.

 
Si hay algo que resulta común a cualquier ciudad del mundo en la actualidad es la innegable certeza de las diferencias sociales. La desigualdad, producto de un sistema económico salvaje en el que importan más los números que los seres humanos, fructifica en imágenes denigrantes en las que aparece el rostro más triste de la realidad. Personas marginadas, sin recursos, obligadas a malvivir callejeando sin rumbo o instaladas precariamente en cualquier lugar, ya sea un rincón olvidado, una plaza pública, una estación de tren o un parque concurrido, personas que, para quienes tenemos la dicha de contar al menos con lo esencial para vivir decentemente, han terminado por volverse invisibles, rociados de una indiferencia que nos preserva del hedor de la purulenta herida colectiva de la insolidaridad. Mirar hacia otro lado se presenta como el recurso más al alcance de la mano para disfrutar de la belleza de cualquier urbe sin sentirse culpable de las diferencias ni responsable de las desdichas de nuestros congéneres.

Yo no soy menos reo de apatía: me limito a registrar en el sensor de mi cámara situaciones que me golpean los ojos, en un vano intento de mostrar una realidad insoslayable a través de un testimonio completa y obscenamente inválido. Un hombre, despersonalizado, oscuro, incógnito, dormita sobre un banco en un céntrico parque de la ciudad de Coyoacán, en México, convirtiendo esta imagen en un devastador fragmento de nostalgia.

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