PROSCENIO. BRUSELAS, 2013.


En el genuino barrio de Les Marolles abre cada día sus puertas el Marché aux Puces, o Mercado de las Pulgas. Las abre figuradamente, ya que está situado en la Place du Jeu de Balle, es decir, al aire libre.

Este barrio es de los más peculiarmente bruselenses, y se dice –yo no lo he escuchado- que allí, en medio de aquel crisol de nacionalidades y culturas, se habla el verdadero idioma de la ciudad: el “bruselés”, que mezcla palabras en neerlandés, francés y español y que nadie que no sea autóctono es capaz de entender.

Para los que llegamos de fuera, el Mercado de las Pulgas y su sede constituyen un entorno espectacular. Apostarse simplemente en un lugar puntual y observar el ambiente, los personajes y la arquitectura que los circunda, mueve a sentirse invitado a tomar parte en tan urbana representación y a interpretar siquiera un papel secundario en ella.

Echar un vistazo a las mercaderías que allí se ofrecen es involucrarse en infinidad de historias personales y colectivas de las que cada objeto es un verdadero testimonio: láminas, relojes, cuadros, libros, ropa, candelabros, sillas, cámaras… Cualquier cosa susceptible de ser vendida se da cita en los improvisados puestos a la espera de cambiar de mano y resultar de nuevo útil o decorativo, aguardando pasar de trasto a obsequio o de cacharro a utensilio.


Con una cámara en la mano, el Mercado de las Pulgas se vuelve una proposición, un incentivo, una tentación a retener ese diorama de la cotidianidad, sabiendo que en su superficie, pero profundamente enraizadas en su día a día y en el de sus visitantes, se alzan cada jornada mil historias, mil codicias, mil anhelos y mil derrotas. Un tapiz de la cotidianidad que no escapa a la contemplación, un enigma más en esa larga serie de incertidumbres que componen la existencia y sus recodos.

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