ASCESIS URBANA. EL VATICANO, 2012.


Cuando contemplo ciertas fotografías, propias o ajenas, hay ocasiones en que me parece ver que se funden la poesía y la narrativa en ellas, al menos en su estadio intencional. La imagen me cuenta una historia, pero tan jalonada de incertidumbres que resplandece al mismo tiempo, como emergiendo de su interior, una magnitud lírica que no permite inteligir su mensaje sin recurrir casi exclusivamente a las variables del alma.

Esto fue lo que me sucedió una tarde de octubre de 2012, en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Entre el tráfago de gente, a veces insoportable por su densidad, los reiterados "asaltos" de vendedores de todo tipo de géneros, invencibles en su perseverancia, y el confuso vocerío que convierte a este y a lugares similares en una especie de sucursal de la Torre de Babel, pareció refulgir de repente la figura una mujer, tan desconocida para mí como el resto de visitantes, y quién sabe si también para ella misma.

Su gran mérito, en medio de todo aquel embrollo de obstáculos sonoros y humanos, consistía en haber encontrado un espacio donde volverse hacia sí misma en un ejercicio de introspección no menos arduo, dado el escenario, que loable. Sin ella saberlo, me dijo muchas cosas y me preguntó otras tantas. Me hizo detenerme a mirarla y me conminó, al tiempo, a seguir andando por este mundo, creyendo con mayor firmeza que, como expresó el monje budista Thich Nhat Hanh: "La flor de loto sabe que puede florecer tan bella sólo gracias al barro".

Imposible averiguar qué fronteras cruzaba su espíritu mientras meditaba, rodeada de una casi absoluta indiferencia. Su valerosa y serena conducta, su recogimiento, en aquel lugar urbano y multitudinario, me impulsaron a retenerla en esta escena como un austero fragmento de nostalgia. 

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