LEJANA TIERRA MÍA. ROMA, 2017

Encontrar un retrato de Carlos Gardel junto a un viejo y solemne gramófono en una ventana de una casa cualquiera debe ser, a priori, sencillo de lograr en más de una calle de Buenos Aires, o quizá en otra ciudad o pueblo de Argentina, dado el relieve de este intérprete de origen francés en la crónica de ese género musical que tanto le debe: el tango.

Aun hoy día, al escuchar los antiguos registros de su voz, bañada con esa pátina sonora que los medios técnicos de la época y el paso de los años le proporcionan, se lo percibe, al menos desde la óptica de quienes no formamos parte de ese pueblo, como un pedazo de la historia argentina, aunque su éxito se extendió también a ciudades como París, Bogotá, Barcelona o Madrid, e incluso Vitoria.

Todavía en la actualidad se discute el origen geográfico y social del tango: investigadores competentes le atribuyen un origen prostibulario, pero también un pasado de pendencias y de diversas formas de dolor y muerte; el gran maestro de la literatura universal, argentino también, Jorge Luis Borges, dice sobre él: "Oyendo un tango viejo sabemos que hubo hombres valientes. El tango nos da a todos un pasado imaginario. Estudiar el tango no es inútil; es estudiar las diversas vicisitudes del alma".

Dada esta innegable imbricación entre el tango y Argentina, quizá, lo que puede resultar algo menos fácil es hallar, como me sucedió a mí, un retrato de Gardel junto a un gramófono en una ventana de una casa de una calle de Roma. Es indiscutible la vinculación estrecha entre Italia y el continente americano en general, pero incluso así, este hallazgo constituyó para mí un motivo para tratar de retenerlo como un insólito fragmento de nostalgia.

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