CASA DE LA PAZ. JERUSALÉN, 2008

La de Jerusalén, una de las ciudades más antiguas del mundo, y cuyo nombre, según algunas teorías, significaría “Casa de la paz”, es la historia de una agitación apasionante y terrible. Lugar común de las tres religiones monoteístas más extendidas, ha sido edificada, invadida, admirada, escarnecida, venerada, devastada y reconstruida en numerosas ocasiones, en las que ha ido sufriendo los embates de catervas enemigas que buscaban, irrevocablemente, ocupar el lugar de quienes previamente se habían establecido allí. La Ciudad Vieja, además, es parte fidedigna del marco de la vida pública de Jesús de Nazaret, personaje cuya refutación no menoscaba su importancia en la cimentación y desarrollo de la sociedad occidental, pese a quien pese.

Al margen de controversias religiosas o filosóficas, la Ciudad Vieja de Jerusalén es, en gran parte, un intrincado laberinto de callejuelas de diversa angostura, ajetreadas en ocasiones o despobladas a veces, pero merecedoras de ser transitadas sosegadamente en pro de observar con detalle su arquitectura, independientemente de que uno sea competente o incapaz -como es mi caso- de interpretar datos de esa índole, sus gentes, su trazado, sus comercios, etc., y percibir el peso histórico que rezuman sus edificios, ya gocen de mayor o menor importancia para cualquiera de las tradiciones espirituales que concurren entre ellas.

En el momento de apretar el disparador no figuraba en esta escena, aparentemente, ningún inmueble descrito como importante, pero me pareció incuestionable que el pulso, lento o precipitado, de una ciudad lo marcan los pasos, los letargos y los afanes de sus habitantes, por anónimos que sean.

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