AURA EXTRAMUROS. PRAGA, 2010.

El origen de la ciudad de Praga se cimenta sobre su castillo. No se trata del típico fortín medieval amurallado, sino que se compone de un conjunto de bellos palacios y edificios, conectados por estrechas callejuelas de no menor belleza y de un pintoresquismo exquisito.

Se construyó en el siglo IX, fue residencia de los reyes de Bohemia y desde 1918 hasta la actualidad, el despacho del presidente de la República Checa está en estas dependencias. Contemplarlo de día, recortadas sus cúpulas contra el cielo, ya sea este gris, negro o azul, constituye un ejercicio estético notablemente placentero. Hacerlo de noche, cuando la iluminación artificial de sus alrededores, de los edificios circundantes y de los barcos situados en la quietud de las aguas del Moldava le dan un aire de esplendor y de misterio, se convierte en un acto doblemente deleitoso, al conjugarse luces y sombras dando lugar a un mosaico elegante, silencioso y enigmático, que suscita en el espectador, por lo menos en aquel cuya curiosidad supera a su complacencia, como es mi caso, perplejidades y goces análogos, y evoca momentos de la historia de la humanidad en los que el sentido de la armonía superaba a la pura audacia arquitectónica.

Praga es una ciudad de la que es sencillo enamorarse, y más aún cuando ofrece sus encantos con esta gratuidad comparable a la más abierta sonrisa o al más suave abrazo. Sin lugar a dudas, un radiante e inolvidable fragmento de nostalgia.

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