CAPUT MUNDI. ROMA, 2017.
Todos conocemos esa tan divulgada expresión que reza “todos los caminos conducen a Roma”. Se atribuye su origen al hecho de que en aquellos tiempos Roma era el centro neurálgico del mundo occidental; de su repercusión posterior, incluso en la actualidad, habla en parte el hecho de que es una frase que puede encontrarse en varios idiomas. Probablemente, que el Imperio Romano abarcase tantas extensiones territoriales reafirmara el prestigio de axioma de esta sentencia, esa reputación que la ha transportado hasta nuestro días con un significado diferente pero definitivamente instalado en nuestro bagaje de recursos más o menos coloquiales.
Dos de esos caminos me han conducido en sendas ocasiones a esa bien llamada Ciudad Eterna. Roma es Roma, y son tantos los encantos que exhibe, que me parece casi imposible tener ocasión a lo largo de una sola vida de contemplar todos y cada uno de esos rincones encantadores, esos elementos humanos y esos tesoros arquitectónicos que muestra con absoluta dadivosidad.
En una de sus calles se fraguó esta foto. Confieso con honda satisfacción que no fui yo el artífice de la toma: fue Noelia la que vio las posibilidades simbólicas de ese par de mocasines jubilados junto a esos gastados neumáticos y quien blandió la cámara para inmortalizarlos. Esa coincidencia espacio-temporal creó una especie de símbolo del viajero, individuo que gasta generosamente tiempo, suelas y combustible en llenarse los ojos (y por ende, la memoria) de belleza, de acontecimientos, de sensaciones, de sorpresas y también, por qué no, de decepciones, que al final forman también parte del aprendizaje vital que aporta cualquier sendero que uno opte por tomar, ya sea en dirección a una particular Roma o siquiera para huir de ella; una especie de símbolo que nunca alcanzará el rango de eterno, pero que aquí queda recogido como un alegórico fragmento de nostalgia.
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