ENIGMA FUGAZ. DÜSSELDORF, 2011.


El tiempo. Ese enigmático concepto cuyo transcurso a todos nos preocupa, nos atañe y nos afecta. En él, aparentemente, se mueve nuestra existencia, presuntamente en una sola dirección. Esta incertidumbre ha hecho que, casi desde que el mundo es mundo, tratemos a toda costa de parcelarlo, medirlo, aprovecharlo, retrasarlo o adelantarlo, e incluso detenerlo cuando nos conviene. 

Desdeñando concepciones metafísicas o científicas, todos reconocemos que las actividades humanas se suceden y están regidas por ese medio intocable e inexorable, y que todos tratamos de ajustarlas a aquella porción suya de la que disponemos, que no siempre es tan extensa o tan corta como quisiéramos o necesitaríamos. A nadie le es ajeno lo rápido que escapa cuando algo nos resulta placentero, ni cuán lentamente pasa si estamos inmersos en algo mínimamente desagradable.

Para tener una representación de esos lapsos intangibles, el ser humano ha inventado calendarios y relojes. Estos últimos, en esta época, han sido, si no reemplazados, sí considerablemente desplazados o secundados, según se mire, por la posibilidad de informarse del momento del día que vivimos a través de otros artefactos, como el inseparable teléfono móvil.

En Düsseldorf, aquella tarde, a la orilla del imponente Rin, este joven me dio la impresión de estar interrogando a su dispositivo. Quizá esperaba a alguien; tal vez llegaba algo tarde a alguna parte; acaso intentaba, infructuosamente, postergar el momento de afrontar un compromiso... Puede ser, no obstante, que no fuese la hora su preocupación, sino quizá algún mensaje significativo. Daba una calada tras otra a su cigarrillo, infalible herramienta para sosegar los corazones intranquilos...

Dejé, como hago siempre, inquietarse a mi mente mientras tomaba la foto. Imaginé una cita no menos indeseada que perentoria, una noticia tan sutil como desdeñable, una exigencia desmedida e irrenunciable a partes iguales... La rígida geometría de gran parte del fondo y ese número 106, indescifrable indicio de la atávica necesidad de medir, de circunscribir, de puntualizar inherente al ser humano, añadían una pincelada ominosa a la escena.

Nunca supe (ni sabré) la solución a tantas extrañezas mías, ni mucho menos a las del protagonista de la instantánea. Me limité a adoptarlo e incluirlo, con todos los honores, en mi particular galería, como un febril fragmento de nostalgia.

Comentarios

Entradas populares