CLAROSCURO. JERUSALÉN, 2016

Suele darse por sentado que hay temas sobre los que es mejor no discutir. Es evidente que entablar cualquier diatriba conlleva el riesgo de ganar o perder, pues si uno de los bandos involucrados tiene razón, el otro carece de ella. Una frase atribuida a Buda resulta aclaratoria: "Tres cosas no pueden seguir siendo escondidas: el sol, la luna y la verdad".

La verdad, aquello que tantos y tanto buscamos, es una y única. En torno a ella se levantan tantas "verdades" particulares como personas ha habido, hay y habrá sobre la Tierra. Quizá esta imagen sea modestamente ilustrativa: el Santo Sepulcro, en Jerusalén, lugar de peregrinación para tantas gentes, creyentes o no, rodeado de personas de diversa procedencia: devotos, turistas, curiosos, etc. Cada uno con su conjetura, su opinión y su conclusión, cada uno con su ansia; ¿Quién puede decirnos la verdad? ¿Fue Jesús realmente enterrado allí? ¿Se trata de fe o de negocio, de convicción o de manipulación? No cabe, sin embargo, la discusión. Cabe la reflexión, cabe la duda, cabe la esperanza, cabe la incertidumbre.

Quizá la necesidad esencial del ser humano, en su ignorancia, sea juntar, más que separar; desvelar, más que ocultar; abrir, más que cerrar. Capturar este instante me supuso aglutinar en un rectángulo multicolor una presunción y muchas perplejidades, un centro y muchas equidistancias, en un expectante fragmento de nostalgia.

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