LA MALDAD COMO MÉTODO. FRANKFURT, 2009.
Cuando el ser humano, en los lejanos albores de su trayectoria sobre la Tierra, comenzó a erigir más o menos toscos túmulos en homenaje y recuerdo de sus semejantes, no podía atisbar que esa costumbre iba a extenderse en el tiempo, y ni mucho menos la diversidad de motivos por las que un congénere podía abandonar el mundo de los vivos.
Quizá aquel hombre primitivo ni siquiera tenía un rudimentario concepto del tiempo, y tal vez solo podamos atribuirle un cierto sentido de la trascendencia, según muestran los hallazgos arqueológicos. La evolución parece haber dado lugar a conceptos más complejos sobre la vida y la muerte y en consecuencia, a arquitecturas de mayor o menor magnitud y esplendor, aspectos estos decretados por el estatus social del sepultado. Nunca han faltado, sin embargo, la burda cruz de madera, la seca piedra conmemorativa o incluso, la completa ausencia de cualquier elemento que indique el lugar donde descansan los despojos de ciertos individuos, sea por el motivo que sea.
En esta imagen, la austeridad de estos numerosos distintivos de geométrica redundancia destacados sobre el muro del cementerio judío de Frankfurt, en Alemania, no dan a entender sin embargo género alguno de menosprecio imaginable hacia aquellos cuyos nombres las singularizan: por el contrario, deviene en una llamada de atención, una suerte de silenciosa interpelación a la conciencia de todos sobre la penosa inclinación del hombre a contemplar a sus semejantes desde ópticas parciales y a, facultados por el poder de la violencia, actuar sobre ellos según el antojo de quienes ostentan el poder. Cada una de esas piedras porta el nombre de una víctima del nazismo, otro de esos regímenes totalitarios que a lo largo de la historia han sido erigidos en nombre de una presunta superioridad racial, ideológica o religiosa.
La actualidad parece testimoniar que nunca estaremos exentos de ese tipo de conflictos, pero aún queda la esperanza de que en el futuro surjan hombres y mujeres capaces de aprender realmente de los errores de sus ancestros y comprendan hondamente que son más las similitudes que las diferencias, y que estas, en bien de un profundo y duradero progreso, han de resolverse con la mayor comprensión, tolerancia y respeto. Queda esta fotografía como un triste y ejemplar fragmento de nostalgia.
Quizá aquel hombre primitivo ni siquiera tenía un rudimentario concepto del tiempo, y tal vez solo podamos atribuirle un cierto sentido de la trascendencia, según muestran los hallazgos arqueológicos. La evolución parece haber dado lugar a conceptos más complejos sobre la vida y la muerte y en consecuencia, a arquitecturas de mayor o menor magnitud y esplendor, aspectos estos decretados por el estatus social del sepultado. Nunca han faltado, sin embargo, la burda cruz de madera, la seca piedra conmemorativa o incluso, la completa ausencia de cualquier elemento que indique el lugar donde descansan los despojos de ciertos individuos, sea por el motivo que sea.
En esta imagen, la austeridad de estos numerosos distintivos de geométrica redundancia destacados sobre el muro del cementerio judío de Frankfurt, en Alemania, no dan a entender sin embargo género alguno de menosprecio imaginable hacia aquellos cuyos nombres las singularizan: por el contrario, deviene en una llamada de atención, una suerte de silenciosa interpelación a la conciencia de todos sobre la penosa inclinación del hombre a contemplar a sus semejantes desde ópticas parciales y a, facultados por el poder de la violencia, actuar sobre ellos según el antojo de quienes ostentan el poder. Cada una de esas piedras porta el nombre de una víctima del nazismo, otro de esos regímenes totalitarios que a lo largo de la historia han sido erigidos en nombre de una presunta superioridad racial, ideológica o religiosa.
La actualidad parece testimoniar que nunca estaremos exentos de ese tipo de conflictos, pero aún queda la esperanza de que en el futuro surjan hombres y mujeres capaces de aprender realmente de los errores de sus ancestros y comprendan hondamente que son más las similitudes que las diferencias, y que estas, en bien de un profundo y duradero progreso, han de resolverse con la mayor comprensión, tolerancia y respeto. Queda esta fotografía como un triste y ejemplar fragmento de nostalgia.
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